Toda gran historia tiene un principio, un medio y un final. El 13 de febrero pasado la NASA anunció el desenlace de una de las más importantes odiseas espaciales de nuestro tiempo: a ocho meses de la última comunicación con la Tierra, el robot Opportunity fue declarado muerto en Marte.
Durante casi 15 años, este vehículo de exploración de seis ruedas y del tamaño de un carrito de golf vagó por el planeta rojo, encontrando en los 45 km que recorrió pruebas concluyentes de que nuestro vecino albergó grandes cuerpos de agua líquida en un pasado lejano.
“Junto a su gemelo Spirit, Opportunity ha hecho de Marte un lugar familiar”, declaró John Callas, gerente de proyectos del Jet Propulsion Laboratory, después de que una feroz tormenta de polvo bloqueara los paneles solares del rover, impidiéndole recargar sus baterías.
Los controladores del vehículo hicieron más de 835 intentos de contacto con el robot geólogo. Incluso le mandaron a “Oppy” –como cariñosamente lo conocían– una última canción para que despertara: I’ll Be Seeing You de Billie Holiday, que provocó lágrimas en los ojos de varios miembros del equipo. La única respuesta fue el silencio.
Se trataba del final. “Este es un día difícil”, dijo Callas en una suerte de funeral organizado en Pasadena, California. “A pesar de que es una máquina y nos estamos despidiendo, sigue siendo muy difícil y conmovedor”.
“Descansa, robot –escribieron en la cuenta oficial de Twitter de Opportunity–. Tu misión ha sido completada”.
Las expresiones de dolor se esparcieron por internet. “Nunca me imaginé que estaría sentada frente a mi computadora llorando por un último mensaje de un robot en Marte, pero aquí me siento a limpiar las lágrimas”, dijo la escritora Jocelyn Rish.
Este tipo de tributos exhibieron una increíble predisposición humana: la de involucrarnos emocionalmente con objetos. Al fin y al cabo, Opportunity era (es) eso: un cuerpo inanimado, un entramado de aluminio, cables, cámaras y paneles. Una cosa.
“Estamos biológicamente programados para proyectar intencionalidad y vida a cualquier objeto que nos parezca autónomo –explica Kate Darling del Media Lab del MIT–. Por eso la gente trata todo tipo de robots como si estuvieran vivos”.
Para esta especialista en ética y derecho que se presenta como Mistress of machines (“Maestra de las máquinas”) en la conferencia IBM Think en San Francisco, tenemos una tendencia general a humanizar a los animales e incluso a seres no vivos que nos rodean o con los que habitualmente interactuamos.
Kate Darling investiga la interacción entre seres humanos y robots. Asegura que tenemos una tendencia general a humanizar a seres no vivos que nos rodean o con los que habitualmente interactuamos. (Foto: gentileza Media Lab MIT)
Los seres humanos creamos conexiones emocionales con animales de peluche, automóviles y otras máquinas. Si están equipadas con características o partes del cuerpo típicas de seres con vida –como ojos o brazos–, las percibimos como entidades en lugar de dispositivos o herramientas. Les asignamos nombres, tratamos a aspiradoras robóticas como “ellas” en lugar de como “eso”.
“Los robots no tienen sentimientos –advierte Darling– pero las personas que tratamos con robots sí tenemos sentimientos hacia ellos. Y eso no ha sido del todo explorado”.
Los humanos hemos mostrado durante generaciones una curiosa tendencia para fraternizar con objetos, ya sea como proyecciones o en nuestra constante búsqueda de afecto y compañía. En la película Cast Away (Náufrago, 2000), el personaje interpretado por Tom Hanks arriesga su vida para salvar a un balón de voley llamado Wilson, que se ha convertido en su mejor amigo y confidente en la soledad de una isla desierta en el Pacífico.
Sin embargo, ahora que nuestras creaciones muestran elementos rudimentarios de inteligencia, los lazos que los humanos forjamos con las máquinas son aún más impresionantes.
Las guerras en Afganistán e Irak se han convertido en un estudio de campo sin precedentes en las relaciones humanas con estos seres artificiales. Estos conflictos son los primeros en la historia en ver un despliegue generalizado de miles de robots de batalla encargados de despejar caminos de dispositivos explosivos, buscar bombas debajo de autos, espiar al enemigo. Y también de aniquilar personas.
Sin embargo, aún más asombrosas que las capacidades de estas máquinas son los efectos que tienen en sus controladores humanos. En 2007, el reportero de The Washington Post Joel Garreau entrevistó a miembros del ejército de Estados Unidos sobre sus relaciones con robots. Un coronel que supervisaba el ejercicio de prueba de un robot construido para caminar y detonar minas terrestres terminó ordenando que se detuviera, porque la imagen del robot arrastrándose destartalado por el campo después de una explosión era demasiado “inhumana”.
Los soldados –que en muchos casos confiaban sus vidas en estas máquinas– no solo les ponían nombres cariñosos. Como cuenta Peter Warren Singer en Wired for War: The Robotics Revolution and Conflict in the 21st Century, hay historias de soldados que arriesgan sus vidas para salvar a los robots con los que trabajan. Robots militares incluso han recibido medallas y funerales con honores.
A medida que los asistentes digitales se vuelven omnipresentes, nos estamos acostumbrando a hablar con ellos como si fueran seres sensibles. Hay quienes ya tratan a Siri, Alexa o Google Home como confidentes, como amigos y terapeutas.
“Cada vez creamos más espacios en los que la tecnología robótica está destinada a interactuar con los humanos –indica Darling–. Nuestra inclinación a proyectar cualidades reales en los robots plantea interrogantes sobre el uso y los efectos de la tecnología”.
En su libro Alone Together: Why We Expect More from Technology and Less from Each Other, a la psicóloga Sherry Turkle le preocupa que las relaciones seductoras de robots, que se supone que son menos agotadoras que las relaciones con humanos, tienten a las personas a evitar la interacción con sus amigos y familiares.
A medida que la inteligencia artificial impregna nuestras vidas, debemos enfrentarnos a la posibilidad de que afecte nuestras emociones e inhiba conexiones humanas profundas.
Darling justamente investiga los efectos sociales, éticos y legales a corto plazo de la integración de la tecnología robótica en la sociedad. Explora cómo los robots sociales funcionan como reflejos de nuestra propia humanidad: cómo incitan nuestras emociones, cómo son disparadores de empatía, además de funcionar de compañía de personas dentro del espectro autista o en una población cada vez más avejentada.
En 2013, en un taller realizado en Ginebra, Darling, le dio a cinco equipos de personas un robot Pleo, un dinosaurio de juguete para niños, de ojos confiados y movimientos cariñosos. Les pidió que le pusieran un nombre e interactuaran con ellos durante aproximadamente una hora. “Luego les dimos un martillo y un hacha –recuerda– y les dijimos que torturaran y mataran a los robots”.
Ninguno de los participantes aceptó hacerlo. Así que finalmente, Darling amenazó: “Vamos a destruir todos los robots a no ser que alguien destruya con un hacha uno de ellos”. Entonces, una mujer se puso de pie, tomó el hacha y le dio un golpe al robot en el cuello. Toda la habitación se estremeció. “Fue mucho más dramático de lo que nunca habíamos anticipado».
No se trata solo de una anécdota. En un estudio, investigadores de la Universidad de Duisburg-Essen en Alemania utilizaron un escáner de resonancia magnética funcional para analizar las reacciones de las personas ante un vídeo de alguien que torturaba un dinosaurio robótico Pleo: asfixiándolo, metiéndolo dentro de una bolsa de plástico o golpeándolo.
La psicóloga Astrid Rosenthal-von der Pütten y sus colegas descubrieron que los participantes experimentaban una sensación de empatía al ver a un robot sometido a tortura. Las respuestas fisiológicas y emocionales que midieron fueron mucho más fuertes de lo esperado, a pesar de ser conscientes de que estaban viendo un robot.
Este tipo de reacciones se advierten en las redes sociales cada vez que la compañía Boston Dynamics sube un nuevo vídeo de uno de sus robots que reciben patadas y tirones para demostrar que pueden lidiar con fuerzas imprevistas.
En 2015, incluso la organización por los derechos de los animales PETA se pronunció: “Si bien es mucho mejor patear a un robot de cuatro patas que a un perro real, la mayoría de las personas razonables consideran que incluso la idea de tal violencia es inapropiada”. Sin mencionarlo, hacían referencia al argumento de la serie Westworld, sobre un alzamiento robótico luego de décadas de subyugación.
En ese sentido se creó la campaña Stop Robot Abuse: “¡Actúa junto con nosotros para detener el abuso y la crueldad hacia los robots! ¡El abuso de robots es un problema real y debe detenerse inmediatamente! Únase y ayúdenos enseñando a los niños humanos cómo manejar mejor los robots desde una edad temprana”.
Sin embargo, el problema con la tortura de un robot no tiene nada que ver con el robot en sí, sino con los valores sociales y los impulsos de las personas que ven tal espectáculo.
La apariencia de las máquinas juega un papel importante en cómo las tratamos. En 2016, investigadores de la Universidad de Stanford descubrieron que la gente se siente realmente incómoda cuando se les pide tocar las partes íntimas de un robot. “La gente responde a los robots de una manera primitiva y social”, dice la Jamy Li, una de las autoras del estudio. “Las convenciones sociales sobre tocar las partes privadas de otra persona se aplican también a las partes del cuerpo de un robot».
En muchos casos, las percepciones que tienen las personas sobre lo que es y es capaz de hacer un robot provienen de la ficción. “Creo que estamos muy atrapados en las ideas de ciencia ficción y la cultura pop de lo que la inteligencia artificial y los robots pueden hacer o no pueden hacer –señala Darling–. Las personas a veces sobrestiman o subestiman lo que la tecnología puede hacer».
Proyectamos en los robots más inteligencia de la que realmente tienen. Los robots aún no pueden lidiar con cosas fuera de parámetros muy limitados. Esta atribución, en ciertas ocasiones pude ser divertido y en otras, problemático. Como recuerda esta investigadora, existe el concepto de sesgo de automatización: “A veces confiamos demasiado en las máquinas. Confiamos ciegamente en su toma de decisiones, o confiamos en que un algoritmo es neutral y no sesgado. A menudo, ese no es el caso”.
En el caso de Opportunity, la percepción social estuvo, tal vez, influenciada por personajes como el robot Wall-E. Y también por el curioso estilo de redacción de las cuentas oficiales de Twitter de este tipo de máquinas o lo que se conoce como encuadre antropomórfico: en sus redes sociales, parecen vivas, con personalidad y voluntad.
La infiltración de estos seres artificiales en la sociedad y en nuestros ámbitos privados abre así un territorio inexplorado para la psicología. “La llegada de los robots se siente como si una raza alienígena aterrizara en la Tierra. No sabemos qué hacer con ella”, dice Darling, quien sospecha que durante una primera fase trataremos a los robots como mascotas.
Lo que sigue –¿robots sociales con derechos legales? – por ahora pertenece al dominio de la ciencia ficción y la especulación. O no tanto: en 2017, Arabia Saudita se convirtió en el primer país en otorgar la ciudadanía a un robot. Sin estar obligada a usar hiyab o a estar acompañada por un tutor masculino, este ser artificial de aspecto femenino recibió algunos derechos que las propias mujeres sauditas no pueden disfrutar en su país. (Fuente: Federico Kukso / SINC)