Un estudio que se acaba de publicar en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS), y elaborado por investigadores de la Universidad Linköping (Suecia), ha mostrado que el cerebro atenúa la percepción sensorial cuando somos nosotros mismos quienes nos tocamos, pero que no lo hace cuando es otra persona quien lo hace. Esto aumenta nuestra comprensión sobre el tacto y muestra que el sistema nervioso prioriza aquellos estímulos cuyo desenlace no conoce. Por este motivo, por ejemplo, normalmente una persona no puede hacerse cosquillas a sí misma.
«Vimos una diferencia muy clara entre ser tocado por alguien y tocarse a uno mismo», ha dicho en un comunicado Rebecca Böhme, primera autora del estudio. «En el último caso, la actividad de varias partes del cerebro se reduce. Y hemos encontrado pruebas de que esta diferencia aparece en la médula espinal, antes de que las percepciones sean procesadas en el cerebro».
Para entenderlo, hay que recordar que la piel está recorrida por múltitud de sensores que reaccionan al tacto, a la presión, al calor o al frío. Estos sensores recogen información del entorno y la envían a la médula espinal, desde donde la información viaja al cerebro para ser procesada y convertida en percepciones más complejas.
La clave del factor sorpresa
Los avances de este estudio indican que cuando nos tocamos nosotros mismos, se activan menos regiones cerebrales y que lo hacen con menor intensidad que cuando son otros quienes lo hacen. La clave parece estar en que cuando alguien nos toca no tenemos información sobre si ese gesto seguirá o cambiará. Por eso, la mayor parte de la gente no puede hacerse cosquillas: no hay elemento sorpresa.
De hecho, estos resultados son compatibles con una teoría que dice que el cerebro tratar de predecir las consecuencias sensoriales de todo lo que hacemos. Por eso no le da tanta importancia a las percepciones causadas por nuestro propio organismo, porque la información que proviene de ellos es la esperada.
Por último, los investigadores comprobaron también que la percepción de varios estímulos simultáneos reducen nuestra capacidad de sentir y discernir. Quizás esto podría explicar en parte por qué cuando nos golpeamos y nos hacemos daño solemos frotarnos la zona dolorida.
Resonancias para «entrar» en el cerebro
Para averiguar todo esto, los científicos hicieron tres experimentos distintos para estudiar cómo el tacto distingue lo propio de lo ajeno. En una primera prueba, midieron la actividad cerebral de personas sanas a través de técnicas de resonancia magnética, en unas ocasiones mientras ellos mismos se tocaban el brazo y en otras cuando eran los propios investigadores quienes lo hacían. Ahí observaron que se activaban menos regiones del cerebro y con menor intensidad si eran ellos mismos quienes se tocaban.
En una segunda prueba, le pidieron a los participantes tocar sus propios brazos a la vez que los investigadores les rozaban con un filamento de plástico. En estos casos, les preguntaron si sentían el plástico y si percibían más su propia caricia en sus manos (dándola) o en su brazo (recibiéndola). Por último, colocaron unos electrodos en los pulgares para medir la velocidad de transmisión de los estímulos táctiles propios y extraños.
De esta forma, averiguaron que el cerebro prioriza los estímulos táctiles procedentes de extraños por encima de los propios. En realidad, esto por sí solo no es sorprendente. Según Böhme, lo que sí sorprendió a los investigadores fue el grado de diferencia entre ambos tipos de estímulos.
Un sentido poco estudiado
¿Por qué es importante todo esto? Según ha dicho Böhme en Popular Science: «Creo que el sentido del tacto y el contacto con otros es muy importante para las personas, pero que no se ha estudiado mucho». Según ha resaltado la científica, el tacto es la primera forma como conocemos a otras personas: incluso antes del nacimiento, los fetos sienten el interior del vientre materno. Más tarde, el tacto es una forma de explorar el mundo. Cuando estrechamos las manos, cogemos a un niño en brazos o tocamos a otras personas recibimos mucha información sobre nuestras relaciones y alrededores.
Curiosamente, algunos desórdenes, como el autismo o la esquizofrenia, llevan a que las personas sientan con más intensidad su propio contacto. Por ello, Böhme ha adelantado que repetirá estas investigaciones con personas que padecen estos desórdenes. «Hay muchos estudios que sugieren que el tacto podría al menos estar implicado en desórdenes psiquiátricos». Quizás, estudiar estos procesos podría ayudar a mejorar la calidad de vida de los afectados por estas condiciones.