Crisis de salud mental y laboral en la ciencia: las causas

El tema no es nuevo, pero sí su visibilidad. Estudios recientes han destapado altos riesgos de depresión y ansiedad para los investigadores, especialmente los doctorandos. Largas jornadas, escasez de plazas, un entorno hipercompetitivo y la sacralización de la vocación están detrás de la toxicidad del sistema.

 

“La noche después de defender mi tesis, al quedarme dormido en la cama, revisé los últimos seis años de mi vida. Pensé en la primera vez que vi peces y embriones de rana, y en la reluciente mesa de madera donde mi tutor y yo mantuvimos larguísimas conversaciones sobre biología. Pensé en los experimentos, en la obsesión y en el aislamiento. Vi mis 20 años pasar en un instante y me pregunté: ¿mereció la pena?”.

 

Estas líneas las escribía el exinvestigador estadounidense Justin Chen en la revista científica STAT. Su artículo, muy crítico con el modo de vida en los laboratorios de investigación, generó un alud de respuestas en sintonía con su visión. Por ejemplo:

 

Yo empecé el doctorado con entusiasmo y terminé, como la mayoría de gente que conozco, un poco amargada y deseando simplemente que el sufrimiento acabase.

 

Yo envidiaba a aquellos que no estaban atados a los confines del laboratorio, que no tenían que cortar sus actividades sociales para correr a comprobar las células cada fin de semana, aunque solo fuera una hora (…). Pasaba tanto tiempo en el laboratorio que la cocina de mi casa estaba vacía, guardaba toda mi comida en el cajón inferior derecho de la nevera común del laboratorio.

 

Otras voces ofrecieron una visión alternativa:

 

Yo haría de abogada del diablo y diría que, para algunas personas, quizás para aquellas que están más inclinadas a ser diferentes o solitarias, el doctorado es un soplo de aire fresco (…). A mí me encantó. Me permitió estar absorta en las cosas que me gustan y crear mi propia rutina. Trabajé demasiado para el estándar de cualquier otra persona y lo volvería a hacer en un abrir y cerrar de ojos.

 

Pero el mejor resumen de las respuestas quizás sea este:

 

El trabajo es gratificante, pero a día de hoy siento que vivo en una burbuja en la que luché terriblemente por entrar y de la que ahora no puedo salir. Aplaudo la honestidad de J. Chen. Es el principio de lo que espero que sea una conversación importante.

 

La calidad de vida y las condiciones de trabajo en los laboratorios han sido el elefante en la habitación que durante años casi todo el mundo veía y del que apenas nadie se atrevía a hablar. Y la conversación parece haberse iniciado.

 

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(Foto: José Antonio Peñas, SINC)

 

Trabajos recientes han mostrado los problemas de salud mental que afectan a los investigadores, especialmente a los más jóvenes. La revista Nature ha comenzado a publicar encuestas y realizar monográficos sobre el tema. El modelo por el que se mide la ciencia, basado en una supuesta excelencia que promueve la hipercompetitividad, empieza a cuestionarse.

 

En 2018, un estudio publicado en la revista Nature Biotechnology mostró resultados alarmantes. Tras encuestar a más de 2.000 estudiantes de doctorado en 26 países, encontraron que el 40 % de ellos presentaban síntomas moderados o graves de ansiedad o depresión, una probabilidad “seis veces mayor de la que tiene la población general medida con una escala similar”, aseguraban los autores. El riesgo era aún más elevado para las mujeres y las personas transgénero o de género no conforme. Dos factores relacionados eran la dificultad de conciliación entre la vida laboral y personal y la sensación de falta de apoyo de sus tutores.

 

Los datos eran alarmantes, pero no nuevos. Un año antes, un estudio realizado entre más de tres mil estudiantes de doctorado en Bélgica destapó que hasta la mitad de ellos presentaba al menos dos síntomas de una pobre salud mental y que un tercio mostraba cuatro o más, lo que implica alto riesgo de depresión. Comparativamente, esta probabilidad es entre dos y tres veces superior a la que tienen otras personas con educación superior que no han optado por la carrera investigadora. De entre los motivos, el más importante era el conflicto entre familia y trabajo. Entre los factores protectores, curiosamente, estaba sentir que a esa etapa le seguiría una carrera lejos de la investigación.

 

Una revisión de estudios publicada por la Royal Society de Inglaterra llegó a conclusiones muy similares, destacando que solo el 6,2 % de los trabajadores llegaba a comunicarlo a sus instituciones (sobre una estimación de que el 37 % podría sufrir un problema de salud mental).

 

Una encuesta reciente a la que contestaron más de 6.000 estudiantes de doctorado de todo el mundo arrojó datos levemente contradictorios: el 38 % se mostraba muy satisfecho con haber elegido ese camino y el 75 % afirmaba estar satisfecho en alguna medida. Sin embargo, hasta un 36 % reconocía haber tenido que pedir ayuda por ansiedad o depresión.

 

Aunque la mayoría de estos trabajos se han centrado en los más jóvenes, varios de los problemas parecen proyectarse también a los investigadores posdoctorales, que se encuentran en una posición intermedia. Y, en bastante menor medida, pero también digna de consideración, a los sénior, que lideran los grupos de investigación.

 

Los autores del primer artículo concluían así: “El profesorado y los administradores deben establecer un tono de autocuidado, así como una ética de trabajo eficiente y atenta, a fin de pasar a un entorno laboral y educativo más saludable”. Porque “el equilibrio entre el trabajo y la vida privada es difícil de lograr en una cultura en la que se desaprueba abandonar el laboratorio antes de que se ponga el sol. El estrés o la presión cada vez mayor para producir datos a fin de competir por la financiación ha aumentado exponencialmente, y los campos de la ciencia están sintiendo una presión inmensa”.

 

“Se trata de un problema global, pero una de las principales causas es que existen muy pocas plazas en la carrera investigadora en comparación con la cantidad gente que aspira a ellas. Eso da lugar a una competencia feroz”, sostiene Fernando Maestre, director del Laboratorio de Ecología de Zonas Áridas y Cambio Global en la Universidad de Alicante, quien ha publicado varios artículos y columnas de opinión en la revista Nature sobre cómo mejorar la calidad de vida en los laboratorios.

 

Apenas existen estadísticas nacionales sobre el ciclo vital de los investigadores. El estudio más conocido es el realizado por la Royal Society en 2010, y los datos que presentaron son alarmantes. Al momento de defender la tesis, más de la mitad abandona o ya ha abandonado la ciencia, y solo un 3,5 % llegará a tener un puesto estable en la academia. Buena parte de los que continúan encadenarán contratos temporales y terminarán también por abandonarla o, en menor medida, por redirigir su carrera hacia la industria.

 

A ello se le une la presión por publicar la mayor cantidad de artículos posibles y en las revistas más importantes, ya que las publicaciones constituyen el principal requisito a la hora de obtener la financiación necesaria. “Eso da lugar a entornos hipercompetitivos, incluso dentro de un mismo grupo”, asegura Maestre.

 

“Yo veo a jefes que piensan en los doctorandos más como mano de obra que como personas en formación. Es un conflicto de intereses cruzados con mucha hipocresía de puertas hacia afuera, aun reconociendo que el sistema tiende a forzar esa situación”, continúa.

 

Esto hace que, como sostenía Gareth Hughes, investigador sobre el bienestar del alumnado en la universidad de Derby, hayamos “perdido a muchos investigadores que eran muy buenos académicamente porque no podían sobrevivir a la toxicidad”.

 

En una guía oficiosa publicada por varios miembros del Instituto de Investigación Biomédica de Queensland, en Australia, se dice: “Trabaja duro. No pienses que podrás salirte con la tuya trabajando 38 horas semanales. Necesitarás hacer jornadas largas durante toda la semana y parte de los fines de semana. Eso te acerca más a las 50-60 horas si quieres tener una carrera exitosa en la investigación. Si es tu pasión, esto es fácil, y si no, entonces estás en el lugar equivocado”. Esta sacralización de la vocación científica es, para Maestre, “una fuente de explotación”.

 

En el año 2015, Science publicaba un artículo del investigador de la Universidad de Toronto Eleftherios P. Diamandis bajo el título Llamar la atención es la mitad de la batalla. Esto decía sobre sus inicios en la investigación: “Trabajé de 16 a 17 horas al día, no solo para hacer avanzar la tecnología, sino también para publicar nuestros resultados en revistas de alto impacto. ¿Cómo lo logré? Mi esposa —también doctora en ciencias— trabajaba mucho menos que yo; ella asumía la mayor parte de las responsabilidades domésticas. Nuestros niños pasaron muchos sábados y algunos domingos jugando en el vestíbulo de la compañía. Hacíamos la comida en el microondas de la sala de descanso”.

 

Contra las posibles críticas, terminaba su artículo así: “Nuestra hija, por cierto, es ahora una científica doctora que trabaja como química clínica, y nuestro hijo está formándose para ser neuropatólogo. Mi esposa es una científica de alto nivel en un importante hospital universitario. Asegurarse de que llamas la atención puede darte la ventaja que necesitas sobre tu competencia silenciosa”.

 

Aparte de esta visión y de la posible intrahistoria de la familia Diamandis, Maestre asegura que “necesitamos nuevos modelos de científico exitoso, más allá del hombre blanco día y noche obsesionado con la investigación. Los necesitamos y, además, existen”.

 

Para María Blasco, directora del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO), “es cierto que en el trabajo de laboratorio, especialmente en los niveles de formación, a veces el proyecto puede exigir que haya horarios flexibles. Al final, sin embargo, debería respetarse la jornada laboral de 37,5 horas semanales”.

 

Otro de los motivos a los que se achaca esta situación en los laboratorios es a la falta de formación en liderazgo de los investigadores. En una encuesta realizada por la revista Nature, hasta dos tercios de los jefes de grupo echaban en falta haber tenido este tipo de formación. Entre el resto de integrantes de los laboratorios, el 40 % pensaba que si sus jefes recibieran cursos de tutoría mejoraría la ciencia que hacía el grupo. Entre aquellos menos satisfechos con su situación, el 70 % indicaron ese como su mayor deseo.

 

Gary McDowell, director ejecutivo de Future of Research, una organización en defensa de los científicos jóvenes, resumía así el paisaje: “La comunicación entre los investigadores sénior y júnior es desalentadora. Viven casi en mundos separados».

 

Por encima o por debajo de todos estos asuntos planea el concepto de “excelencia”, un término difuso que marca la distribución de recursos, que podría resumirse en que “no basta lo bueno, se necesita lo mejor” y que incluiría “cierta combinación de calidad e impacto de la investigación”.

 

En general, se basa en el factor de impacto de las revistas donde se publican los resultados. Una mano de Escher dibujándose a sí misma y en la que la forma de evaluar condiciona toda la forma de producir.

 

Ese sistema está siendo cuestionado. Para el director de la Fundación Wellcome, Jeremy Farrar, “el énfasis por la excelencia en el sistema de investigación está sofocando la diversidad de pensamiento y los comportamientos positivos, ha creado una cultura en la ciencia moderna que se preocupa exclusivamente sobre lo que se consigue y no sobre cómo se consigue”.

 

Para Farrar, “el énfasis por la excelencia está sofocando la diversidad de pensamiento, ha creado una cultura que se preocupa solo sobre lo que se consigue y no sobre cómo se consigue”.

 

Según Farrar, centrarse en la excelencia contribuye a “una hipercompetitividad destructiva, a dinámicas de poder tóxico y a comportamientos de pobre liderazgo”. Esa repercusión no tiene que ver solo con la calidad de vida en los laboratorios, sino con la ciencia misma.

 

Hay quienes la responsabilizan de los problemas crecientes de reproducibilidad de los resultados, de fraude y de homofilia, el concepto por el que se tiende a premiar aquello que responde a lo normativo y en lo que los revisores ya tienen experiencia previa.

 

María Blasco es bastante más optimista. “Es cierto que la ciencia es competitiva, pero no más que cualquier otra profesión que se base en la meritocracia”, afirma. “En la ciencia se evalúa el mérito e importancia de los descubrimientos, que es algo medible y no sujeto a apreciaciones subjetivas. Estas mediciones pueden ser muy variadas, desde el impacto de las revistas al número de citas de los trabajos o al impacto en la innovación en número de patentes, spin-off, ventas, etc.”.

 

Sin embargo, las críticas al sistema son ya objeto de estudio por parte de la Comisión Europea. En un trabajo en que entrevistaban a diversos investigadores recogían que “la idea de excelencia como una medida de la calidad de la ciencia hace que mucha gente no se sienta cómoda”, pero “a pesar de su incomodidad, no pueden proponer nada mejor, dado que la ciencia y los científicos deben satisfacer las demandas políticas de rendición de cuentas y evaluación”.

 

Es difícil, pero ya suenan algunas sugerencias para incorporar al debate. Algunas de ellas se comentarán en la segunda parte de este reportaje, junto con un análisis de la productividad científica por países y condiciones de vida en sus laboratorios, así como propuestas para mejorar estas últimas. Porque, como dijo Gareth Hughes, “existe la creencia de que un doctorado debería enfermarte si lo estás haciendo correctamente. Eso es extraño”. (Fuente: SINC/Jesús Méndez)

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